[30/12/2019] Requiem de un alma en pena

He elegido este relato para inaugurar el blog por un par de razones. La primera, porque muestra más o menos cuál es el estilo general de mis textos. Y la segunda, porque tiene ya bastante tiempo (creo que lo escribí a mediados del 2017), y así puedo no sacar directamente lo “mejor” que tengo, y me da margen para subir un pelín el nivel en el futuro. Leyendo de nuevo este relato me doy cuenta de cuantas cosas hay por mejorar y de todo lo que seguramente hoy en día haría de forma diferente, en muchos aspectos. Pero eso también me da la satisfacción de ver todo lo que he evolucionado en este tiempo, tanto a nivel personal como en la escritura.

Este relato corto nació de un ejercicio del curso de escritura creativa en el que estuve. Consistía en recibir un conjunto de conceptos/palabras que había que incluir en el relato. En mi caso, si no recuerdo mal, las palabras eran “clarinete”, “pistola” y “motel”. Este fue el resultado, espero que lo disfrutes.


La tormenta apretaba y, como siempre, me he olvidado el paraguas. Aunque con el vendaval que hay seguramente no hubiera servido de nada. A lo lejos pueden verse relámpagos, que iluminan fugazmente el cielo encapotado de la oscura tarde de verano. Maldita fuera la hora en la que me dejé la dichosa funda del clarinete. Por su culpa me toca calarme hasta los huesos.

Alguien había dejado abierta la puerta del teatro, con lo que puedo entrar rápidamente y resguardarme de la lluvia. Qué suerte. Aunque cuando recupero el aliento que había perdido al correr desde la parada del metro, caigo en la cuenta de que era extraño que alguien estuviera en el teatro un sábado. Quizás, como yo, se había dejado olvidada alguna cosa. Al estar todas las luces apagadas pienso que lo más seguro es que ya se hubiera marchado. A tientas, con la escasa luz que alumbra la pantalla de su móvil, busco la caja que contiene los interruptores de la luz y activo la palanca que encendía las luces del patio de butacas. Salta un fogonazo, sobresaltándome. Una descarga recorre mi mano y la aparto, dolorido. Lanzo un improperio. “La jodida tormenta ha debido de fastidiar la instalación eléctrica”, pienso mientras la froto, entumecida por el chispazo. Lo mejor será que coja la funda y me largue cuanto antes. Si no recuerdo mal, la funda debería de estar en el vestuario. A oscuras y a tientas me dirijo hacía allí, sirviéndome de la exigua iluminación de mi teléfono.

El temporal sigue arreciando. Puedo oír como la lluvia cae con fuerza. Algún ocasional trueno rompe el runrún del aguacero y el silbido del viento. A medida que me acerco al pasillo que conduce a la parte posterior del escenario empiezo a distinguir un sonido, antes camuflado por el chaparrón. Una voz, un leve murmullo. Con curiosidad, me dispongo a saludar y a preguntar quien hay ahí. Pero antes de que salgan las palabras de mi boca tropiezo. Hay algo tirado en el suelo. Al dirigir del fulgor de mi móvil sobre el bulto del suelo me doy cuenta de que no es algo, si no alguien.

“¡Carla!”, digo en un susurro antes de poder remediarlo. Ciertamente es Carla, la bailarina principal de la obra. Yace bocabajo sobre el suelo, en medio de un pequeño lago de color escarlata. Sus cabellos rubios se encuentran desperdigados como un halo en torno a su pálida cara. Sus ojos azules desorbitados, congelados en una expresión de terror, se dirigen hacia la salida mientras uno de sus delgados brazos se extiende hacia delante. De una pequeña herida su espalda desnuda brota todavía un leve reguero de sangre.

Me arrodillo junto a ella, y con mis temblorosas manos intento ver si responde o respira. Nada. Me levanto torpemente, las piernas casi no me sostienen. En corazón me late violentamente en el pecho. Mi móvil decide entonces que su batería ha aguantado demasiado y se apaga con un zumbido que a mí me resulta atronador.

Aterrado y en la oscuridad me doy cuenta de que el murmullo que antes oía se escucha más claramente. Son sollozos. Miro a los vestuarios; de donde parecen provenir y veo una luz tenue. La lógica y mi instinto de supervivencia me instan a salir corriendo sin mirar atrás. Y sin embargo no lo hago. La persona que esté llorando podría necesitar ayuda. La mirada de Carla se me ha quedado grabada aunque ahora no puedo verla. El olor metálico me marea, me nubla el juicio. Lentamente me muevo hacia la luz. Intento calmar mi respiración entrecortada, que ahora mismo a mis oídos suena como un fuelle desbocado. A duras penas lo consigo.

Al llegar a la puerta del vestuario me detengo, y cuando logro reunir el valor suficiente miro al interior con cautela. El corazón se me detiene. Algunas velas que alguien ha colocado sobre las taquillas iluminan una escena macabra. El cuerpo de un hombre desnudo y sin vida en mitad de la sala, con otra herida en el pecho por la que se le han escapado también las últimas bocanadas de vida. Mientras tanto, a su lado, una chica se encuentra agazapada llorando. Ella se cubre la cara con unas manos cubiertas de sangre, una pistola descansa a sus pies. Su cuerpo se estremece con cada sollozo. El cabello largo y castaño le cae sobre la cara y las manos, también manchado de sangre. De repente, antes de que pueda dar un paso, aparta las manos de su cara. Una cara pálida como la leche salvo donde está cubierta de sangre y lágrimas. Me mira. Veo unos ojos negros llenos de dolor. Y también de rabia. El rencor que emana de esos pozos de odio me empuja hacia atrás, casi como una fuerza física. Sus manos se mueven frenéticas, agarran la pistola y la apuntan hacia mí.

–Érica, ¿qué has hecho? –susurro, más para mí que para ella.

–¡¿Qué haces aquí?! –chilla ella.

Una sensación total irrealidad me embarga. Esto no puede estar pasando. ¿Érica? Imposible. La titilante luz de las velas, la visión de los dos cuerpos sin vida. Tiene que ser un sueño, no hay otra explicación.

–¡Fausto, responde! ¡¿Qué haces aquí?! –chilla ella de nuevo.

Casi ni lo recuerdo. ¿A qué había venido? Lo veo apoyado contra mi taquilla y me vuelve a la mente.

–Mi funda, se me olvidó –digo de forma casi inaudible, señalando vagamente en dirección a mi taquilla.

Ella aparta la vista de forma fugaz para mirar donde indico, la pistola todavía encañonada hacía mí. Me mira, de repente se echa a reír. Carcajadas histéricas salen de su boca. Con la cara manchada de sangre, lágrimas brotando de nuevo de sus ojos, tirada en el suelo al lado de un cuerpo sin vida. Riéndose. Sus risas no tardan en convertirse de nuevo en llanto.

–Me obligaron… ha sido su culpa… –consigue articular entre sollozos.

Parece que intenta convencerse a sí misma más que convencerme a mí. Su mirada se me clava, como suplicándome comprensión. Y sin previo aviso la rabia vuelve a endurecer su expresión.

–¡Todo es culpa de esa maldita furcia! ¡Maldigo su existencia! ¡El papel principal era mío, Cris, me lo prometiste! ¡Me lo prometiste! –chilla, girándose hacia el cuerpo inerte del hombre y zarandeándole.

Ahora caigo en que la persona que yace sin vida en mitad de los vestuarios es Cristofer, el director de la obra donde yo toco su clarinete y Carla bailaba. El mismo que hacía varias semanas había declarado que Carla tendría el papel principal, con lo que Érica se había quedado sin puesto. Esto aclaraba un poco la macabra situación. Pero aún así…

–Yo te quise como nunca ella pudo haberte querido, Cris, bailé hora y horas para ti. Me dijiste que era la mejor de todas, que era la mejor que nunca habías visto… –su voz ahora suave, casi dulce–. ¡Mentiroso! ¡Puto cerdo mentiroso!

Empieza a golpear el pecho y la cara inmóviles de Cristofer. El cuerpo se tambalea como un muñeco de trapo. Con la espalda vuelta hacía mí, casi parece que se ha olvidado de que estoy en la habitación.

–¡Seguro que me decías esas mentiras a la cara y luego te ibas a tirarte a esa puta en el sucio motel al que me antes me llevaste a mí! ¡Jodido mentiroso! ¡Vuestra es la culpa y solo vuestra!

Al cabo de unos segundos, se vuelve de nuevo hacía mí. La cara inundada en lágrimas, que casi han borrado el rastro de las manchas de sangre.

–Fausto, al igual que tú, me dejé hace una semana la mochila tras los ensayos, y tuve que venir un sábado –su voz, ahora poco más que un débil susurro, se quebraba a cada palabra–. Ellos no me vieron, pero yo sí que los vi. Y los oí. No pude creerlo. No quise creerlo. Me dije que no podía ser. Me dije que volvería el próximo sábado a comprobarlo. Tenía que haber sido un sueño. Una pesadilla. Pero no. No lo ha sido.

Su boca re repente se tornó en una sonrisa torcida, malévola. Su cara cambia completamente, doy un paso hacia atrás espantado por la expresión de crueldad de su rostro.

–Si hubieras oído la cantidad de excusas que soltaron cuando vieron a mi amiguita–, dice con voz casi tierna mientras acaricia grotescamente la pistola–. Pero yo ya estaba harta de sus mentiras. Le dije que se largara, que no tenía nada contra ella. Y la muy estúpida se lo creyó. La muy cabrona creía que podía escapar. Seguro que no le hizo gracia que le mintieran. Ahora ya sabes lo que se siente cuando te rompen el corazón, puta asquerosa.

Nuevamente suelta una carcajada, que hace que otro escalofrío me recorra el cuerpo. Pienso en escapar, aunque con las piernas atenazadas de miedo poco puedo hacer. Me viene a la cabeza la imagen de Carla. Su cara aterrorizada, tirada en mitad del pasillo, y pienso que no me apetece reunirme con ella. Aunque a este paso me temo que si no acabo como Carla acabaré como Cristofer. Veo que su mirada vuelve a estar perdida

–Yo solo quería bailar, Fausto… El baile era todo para mí. Pero en algún momento perdí el juicio, y el baile y él se convirtieron en la misma cosa. Quería bailar para poder verle y quería verle para poder bailar. No cometas nunca mis mismos errores, Fausto. No dejes que nadie te arrebate tus pasiones. Y es que, cuando esos dos me arrebataron lo que yo más quería, ¿qué esperaban? Siempre me han enseñado que el trabajo tiene su recompensa, Fausto, y que el pecado tiene su castigo. ¿Mi trabajo al final se iba a quedar en nada? ¿Sus pecados iban a quedar impunes? No podía permitirlo. Ellos solos se lo han buscado. Ellos solos… –Su mirada vuelve a dirigirse a mí, se me clava, nuevamente suplicante. Sus manos, temblorosas, bajan la pistola y se quedan descansando en su regazo–. Tú me comprendes, ¿verdad…? Claro que sí, cualquiera vería que lo que he hecho… que lo que he hecho…

Sus ojos, ahora desorbitados, se dirigen hacia la pistola que descansa junto a sus manos en su regazo, y después al cuerpo de Cristofer. Levanta de nuevo las manos y se cubre la boca con ellas.

–Lo siento, Fausto, lo siento. Oh, dios, lo siento muchísimo… –su voz, ahora distraída y llena de angustia, parecía que no se dirigiera a mí. Sus ojos ciertamente no lo hacen–. Disculpa, perdón por que hayas tenido que ser testigo de esto, Fausto. Por favor, vete. Déjame sola. Vete, necesito estar sola.

Lentamente doy un paso atrás. Ella ni se inmuta, y se tumba poco a poco junto a Cristofer y lo abraza. Doy otro paso atrás. Ella ahora está susurrando algo que ya no alcanzo a oír. Una vez en el pasillo empiezo a caminar, nuevamente tanteando con las manos por las paredes. Intento hacer el mínimo ruido posible, con el oído atento a cualquier sonido que pudiera venir de los vestidores. Al pasar junto a Carla el estómago se me retuerce. Necesito salir de aquí, necesito aire. Acelero el paso, ya casi corriendo. Nada se escucha desde el vestidor. Solo se oye el murmullo de la tormenta, que todavía continúa. Tropiezo varias veces, pero ya no me importa. Toda mi voluntad está en salir de ese inmundo teatro. Al alcanzar la puerta de salida el sonido de un estruendo sacude mi cuerpo. Creo que es un trueno, aunque no puedo estar seguro.


#maquinadeltiempo #ejercicio #minirelato #terror

[Escrito por Alma]