[16/04/2021] Marta se cayó a un pozo

Este relato surge de un encuentro con mi club de escritura de Granada después de muchos meses sin vernos. Decidimos volver a organizar quedadas (por videoconferencia) y compartir de nuevo lo que escribíamos, para escuchar lo que escribía el resto y, a la vez, para motivarnos a escribir más. A mi pesar, propusieron escribir sobre el confinamiento. Era algo de lo que no tenía ningunas ganas de escribir. Así que busqué una pequeña treta para no hacerlo.

No me gusta escribir sobre mi vida. No me gusta nada escribir sobre mí o sobre cosas que me hayan pasado. Supongo que me parece aburrido, al ser todo algo que ya he vivido. Sí que me gusta llevar un diario, pero eso es más para gestionar mis pensamientos y emociones. No tiene casi nada que ver con la escritura. Así que para la tarea decidí cumplir, pero solo a medias. Escribí sobre algo que podría considerarse el confinamiento. O podría ser muchas otras cosas. Junté sensaciones y pensamientos que podrían haber surgido del confinamiento. O podrían haber surgido de otras situaciones. Creo que son un poco universales. O quizás solo es que me da algo de tranquilidad pensar que hay mucha otra gente compartiendo cosas similares. No sé. De cualquier modo, aquí podéis leer un relato que trata del confinamiento pero en verdad no. Espero que lo disfrutes <3


Marta se cayó a un pozo.

Era lo último que planeaba hacer ese día. De hecho, se había levantado temprano porque había quedado. Ella y sus amigos iban a ir a un lago precioso a pasar el día. Marta iba a llevar empanadillas rellenas. Estuvo casi dos horas cortando verduras, sofriendo, moldeando masa y horneando mientras miraba a través de la puerta de cristal asegurándose de que no se quemaban. Al terminar se vió obligada a probar una para asegurarse de que le habían salido bien. El hojaldre todavía caliente estaba crujiente y sedoso. Se deshacía en su boca mezclándose con el pisto sabroso y casi dulce. Se le saltaron un par de lágrimas. Habían quedado riquísimas. Mejor que ningunas otras que hubiera cocinado antes. Marta estaba impaciente por que el resto las probaran. Especialmente Lucía. Siempre se burlaba de que ninguno de sus recetas estaban a la altura de sus alitas de pollo al horno. Pero su reinado terminaba hoy. No había plato que pudiera combatir con estas milagrosas empanadillas. Las metió cuidadosamente en una fiambrera; cogió el bikini, la toalla y todo lo demás y se fue corriendo. Había salido con tiempo de sobra, así que tomó el camino que pasaba por las granjas de apicultores y sus prados de flores multicolores. El sol apenas estaba despuntando por el horizonte, una brisa cálida acariciaba sus cabellos. No podía dejar de sonreír. Las ganas que tenía de reencontrarse con sus amigas después de meses de ausencia se convertían en mariposas en su estómago. Desgraciadamente, Marta no pudo llegar al lago. No pudo besar y abrazar a sus amigas y amigos después de tanto tiempo. Porque Marta se cayó a un pozo.

No supo muy bien como fue, parece ser que tropezó con algo o que resbaló. Una cosa llevó a la otra y el caso es que Marta se levantó de suelo en mitad de la penumbra del fondo de un pozo. No se había hecho mucho daño. Se había raspado un poco las rodillas y tenía algunos arañazos en la cara. Pero poca cosa. Después de sacudirse el polvo pudo ver a su alrededor las paredes húmedas y estrechas del pozo. Piedra basta, grisácea, cubierta de moho verde. Un fondo de tierra apisonada. Mojada y lodosa. Finos regueros de agua surgían de grietas en las paredes de forma caprichosa y formaban un charco en un rincón del pozo. En seguida pudo notar el frescor que había en esa habitación umbría. El sol apenas se intuía a la lejanía. En las alturas, un círculo de azul intenso y brillante parecía llamarla, burlándose.

Marta trató de escalar las pareces. Apretando los dientes intentó agarrarse a cada mínima grieta que pudo encontrar. Se aferró a la basta roca, pegándose todo lo que podía a la pared. Poco a poco, logró arrebatarle un palmo al pozo. Y después otro. Pero sus fuerzas empezaron a agotarse. Sus dedos temblaban y sus manos gritaban. Al final tuvo que desistir. No hubo manera. Solo se había ganado unas manos aun mas magulladas, calambres en sus músculos y pintar ligeramente de granate las paredes.

También intentó gritar. Intentó llamar afuera. Pero nadie respondía. Podía oír su voz retumbando contra las rocas. No se oía ningún otro sonido, más que el ocasional goteo del agua o la brisa paseándose por la boca del pozo. Intentando aguzar el oído para descubrir a alguien que la llamara a Marta le pareció escuchar algo. Se oían murmullos. Creyó que era el viento haciendo de las suyas. Pero no estaba segura. Y es que parecían venir de las paredes. Del suelo. Del mismo pozo. Efectivamente, parecía que algo la llamaba. Al rato esa sensación se difuminó. Marta se encontraba irremediablemente sola en el fondo del pozo. Y aunque no quería admitirlo, sabía que le quedaba mucho tiempo por delante.

No le quedó más remedio que acurrucarse en el fondo y ponerse cómoda. No tenía opción. Más le valía mentalizarse. Tuvo que aceptarlo. Era eso o abandonarse a la desesperanza. No iba a ganar nada destrozándose las manos contra las paredes ni quedándose afónica pidiendo ayuda.

Marta se hizo un hueco en el lado opuesto al charco, donde un lecho de musgo hacía tolerable estar sentada en el suelo. Para comer, pues tenía las empanadillas. Le dejaban un regusto amargo, porque se las tuvo que comer sola, y ninguna de sus amigas pudo probarlas al final. Para quitarse ese mal sabor bebía del agua que se escurría de las paredes. Los vasos de cartón que llevaba para la comida en el lago le vinieron de lujo. El agua sabía amarga. Le dejaba la garganta rasposa. Pero prefería ese amargor a que el sabor de las empanadillas le recordara el mundo que había en el exterior y del que ahora era una exiliada. Al menos sabía que el agua no le iba a faltar. Tuvo suerte, y en una de las paredes de del pozo había un pequeño hueco que descendía a las profundidades y que se transformó en un baño improvisado. Nunca se preguntó hacia donde llevaba ese agujero. Y prefirió no averiguarlo.

Cuando menos lo esperaba, los murmullos volvían y con ellos esa vaga sensación de peligro inminente. Ese algo la hacía volverse intranquila. Sentía que algo la observaba. Se sorprendía girándose rápidamente para intentar sorprender a alguna criatura detrás suya. Se le erizaba el vello y un escalofría recorría su espalda y su cuello. Su pulso y su respiración se aceleraban. Algo se acercaba. Lo sabía. No podía perder tiempo. Si no hacía algo ahora mismo se quedaría atrapada allí para siempre. Lo sabía. Marta se acurrucaba en el suelo y pegaba su espalda a la pared, en un intento por sentirse más segura. Cerraba los ojos y contaba el paso del tiempo. Al final las voces siempre cesaban. El pozo se tranquilizaba y aflojaba sus tenazas. Y con ello Marta podía volver a su aburrida rutina.

Por la noche se encogía en su lecho de musgo y miraba hacia arriba. Hacia el charquito de estrellas que se veía en la lejanía. Algunas noches la luna se pasaba a saludar. Otras veces se pasaba la lluvia, y se veía obligada a apretujarse en un recodo del fondo del pozo para no quedarse empapada. Un día incluso se puso a granizar. El pozo parecía una sala de conciertos improvisada para una banda de xilófonos. Habría sido bastante bello si no tuvieran la mala costumbre de golpearle en la cabeza al final de cada compás.

Marta intentaba ser positiva. Se lo tomaba como una experiencia. ¿Cuantas personas habían vivido en el fondo de un pozo? Tenía su encanto. Era como las cuevas que se habían habitado en multitud de ocasiones a lo largo de la historia. Solo que el pozo era más pequeño que una cueva. Y más húmedo. Y sin la posibilidad de salir. Y encima en contra de su voluntad. Cuanto más lo pensaba menos romántico le parecía. Más que la aventura de vivir en una cueva era la condena de verse encarcelada.

Veía a veces los pájaros posarse en la boca del pozo. La saludaban. A veces tenían conversaciones. Les preguntaba por sus viajes. Les pedía que le trajeran cosas. Se convirtieron en su única conexión con el mundo exterior. Las empanadillas al final se acabaron. Y no se sintió con el valor o la desesperación suficiente como para probar si las setas que crecían ahí abajo eran comestibles. Por suerte los pájaros le dejaban nueces. A veces trozos de pan. Una maravillosa tarde le dejaron una magdalena, un poco pasada. Pero considerando lo que había estado comiendo, era un auténtico lujo. A veces se preguntaba si los pájaros la ayudaban por buena voluntad, o más bien porque les divertía acertarle en la cabeza con lo que le tiraban. Fuera lo que fuera, se callaba los insultos cuando una almendra la despertaba por las mañanas y se alegraba de no tener que alimentarse de musgo y lodo. “¿Y de qué se alimentan los pozos?” se preguntó un día Marta. ¿Del agua que rescataban? ¿De los seres que caían a su interior? Marta siempre había pensado que los pozos no se tenían que alimentar de nada. Los pozos no viven. No sienten. Son solo algo que crean las personas. O algo que aparece por sí solo. Pero le resultaba más difícil seguir pensando lo mismo. Marta estaba casi segura de que ella no se había caído allí sola. Fue el pozo quien la atrapó. Y lo había oído hablar. De un modo extraño, pero le hablaba. Y si algo habla, tiene que pensar. Y si algo piensa tiene que estar vivo. Y por supuesto, también tiene que comer. Marta esperaba poder salir de allí antes de convertirse en la comida de aquel pozo. Aunque se hacía difícil, porque las paredes parecían crecer día a día.

Con el tiempo se acostumbró a pensar en voz alta. El eco de su propia voz la hacía sentirse acompañada. Además, el silencio parecía atraer a los murmullos. Y el ruido además alejaba a la soledad. Para Marta lo peor de estar en el fondo del pozo no era la incomodidad, la estrechez o el no poder salir al exterior. Lo peor era tener que pasar por todo eso y hacerlo alejada de toda su gente. No era solo que se hubiera perdido aquella comida del lago. ¿Cuántas comidas en cuantos lagos podrían haber organizado en todo el tiempo que estuvo en el fondo de ese pozo? Ahora que lo pensaba, parecía llevar vidas enteras allí abajo. Cuando se perdía en esos pensamientos los murmullos parecían volver irremediablemente. Acurrucada en su rincón en el suelo intentaba escucharlos. Intentaba buscarle sentido. Pero nunca sacaba nada en claro. Podía pasarse horas muertas intentando encontrar una respuesta que nunca llegaba. Y al final solo eran horas que se perdían.

Había días que pasaba tumbada. Negándose a hacer nada más que intentar dormir y que el tiempo pasara más deprisa. Viajando a un futuro en el que podría salir de ese pozo. Y así Marta alimentaba al pozo. Con su tiempo. Días y días eran devorados por esa boca hambrienta. Y los murmullos parecían animarse y acallarse a la vez. Así que Marta lo alimentaba una y otra vez. Con tal de que se callara y la dejara tranquila.

Al final el pozo escupió a Marta. Su cuerpo, engarrotado por el aprisionamiento, se encontraba retorcido. Marta se había acostumbrado a la estrechez del fondo del pozo, y los espacios abiertos ahora la agobiaban. Se sorprendía a veces recordando con nostalgia la noches acostadas en el húmedo musgo con añoranza. Aquel pequeño trozo de cielo que podía distinguir en la lejanía. La soledad. La monotonía. La ausencia de todo. La nada. El estar ella sola sin que nada más importara.

El pozo la llamaba. Los murmullos volvían. Marta no sabía cuanto podría acallar el impulso de volver. Ni siquiera si querría hacerlo. Le daba miedo pensar que si regresaba, el pozo no volvería a soltarla jamás. ¿Pero era miedo o era deseo? Marta empezó a dudar de si misma más y más. Claro que no quería volver. Habían sido los peores momentos de su vida. Y sin embargo la tentaban. La intranquilidad crecía en Marta. Empezó a tener miedo de sí misma. Con horror se descubría haciendo planes para volver, pensando en pasar por casualidad por el borde del pozo a ver si todo se repetía de nuevo. Con toda la fortaleza de mente que podía reunir borraba esas ideas de su cabeza. Pero no sabía cuando iba a poder aguantar. Así que una noche decidió ponerle fin. En un principio pensó en una cuerda. Siendo lo bastante gruesa no debería haber problema. Pero se lo pensó de nuevo. Una cuerda se puede cortar, se puede desgastar. Tenía que ser algo definitivo. Una cadena sería lo mejor. Pasaría mucho tiempo hasta que el metal se oxidara o se rompiera. Puso un rollo de gruesas cadenas en la mochila que hace tanto tiempo había llevado empanadillas y un bikini. Emprendió camino al pozo, atravesando de nuevo los campos de flores multicolores. Esta vez las abejas no zumbaban. Al final del camino vio la silueta del pozo delineada por una luna menguante. Marta se quedo parada un par de minutos. Quizás fueran horas. Los dedos se le pusieron blancos de apretar las manos. No le extrañaría que las uñas le hubieran abierto pequeños surcos en las palmas. Con los brazos temblorosos abrió la mochila y sacó la tintineante cadena. Arrastrándola se acercó al pozo. Aseguró la cadena con un grueso candado y lanzó la llave al fondo. Y tras ella lanzó la cadena. La banda de xilófonos dio un último recital y de nuevo cayó el silencio. Miró a boca oscura del pozo con desafío. Esta vez era ella la que se burlaba.

Si alguna vez volvía a caer al fondo, ahora sabía que había un camino de vuelta. Quisiera o no usarla había una salida. El pozo aun podía morderla, podía asustarla, podía matarla. Pero ahora Marta sabía que lo había domesticado y tenía las herramientas para hacerle obedecer.


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[Escrito por Alma]